He interrumpido la lectura de La senda del Chamán, de mi amigo Raúl de la Rosa, para rendir un homenaje a Gabo releyendo 35 años después de la primera vez Cien años de soledad: ¡qué menos!
Volver por aquí, por las escrituras de la noche, me ha hecho recordar que llevaba un tiempo sin dejar constancia de mis lecturas a los conocidos y desconocidos visitantes que según el contador que instalé superan las 7000 visitas: o tengo muchos huéspedes o unos pocos fieles y persistentes.
Antes de toparme con el Chamán, acaba de salir de las manos maestras de Salter y su tremenda capacidad de trasmisión descarnada: Juego y distracción, Años luz y Todo lo que hay -ejercicios de contención donde los haya.
Y antes, Los 47 ronin, también de Raúl de la Rosa, pero atentos, muy alejado de la peli que por estos meses protagoniza Keanu Reeves, porque Raúl no quiere entretenernos, sino más bien lo contrario, lo que lleva muchos años haciendo: explorar los caminos interiores.
Y antes, El mar de las Sirtes: ese Julien Gracq más allá de los premios y más acá de lo posible, de un texto que pueda sostenerse en el tiempo -definitivamente difícil, pero no por complejo, sino por distante.
Y antes, las 1500 páginas de El libro de los susurros. Sí, es cierto que el libro magníficamente editado por Pre-Textos tiene 750 páginas, pero esta herida de Varujan Bosganian se ha convertido en el primer libro que comienzo inmediatamente después de acabar, sin pausa, sin posibilidad de abrir otro, de salir de ese mundo terrible y hermoso que penetra como el aliento de duduk, como el aroma del café molido interminablemente, como la perseverancia épica de Misak Torlakian, como el horror de los círculos del infierno o la ternura del abuelo Garabet.
Y antes, entreveradas con otros libros mayores y menores, una novela negra de tanto en tanto: Misterioso (una decepción) de Arne Dahl; El secreto de Christine y El otro nombre de Laura, las dos primeras esquirlas de Bejamin Black (nada decepcionantes sino todo lo contrario); Una noche no (pretencioso sin más jugo) de Goran Tocilovac; Los años perdido de Sherlock Holmes de un tal Jamyang Norbu (que no, que no hay manera de llegar a la altura de Sir Arthur); La (aburrida) sombra de Poe, de Matthew Pearl; la meticulosa reconstrucción de un caso de Conan Doyle (que no de Holmes) realizada por Julian Barnes en Arthur y George; un soplo de aire fresco de Fred Vargas (a quien seguiré la pista): La tercera virgen; y el regreso al origen: la maravillosa investigación de Daniel Stashower sobre Edgar Allan Poe y el misterio de la bella cigarrera (absolutamente recomendable).
Y antes o después o al mismo tiempo, cerrando y abriendo las páginas de uno u otro: El momento de la sensación verdadera (una obra menor de Peter Handke); El viajero de Agartha, peculiar contraaventura de Abel Possé (que vino a mis manos y no pude dejar de mirar); la a ratos entretenida, misteriosa y más prometedora que cumplidora Yagudín, de Phillip Segur; el impacto de las historias pequeñas y redondas que luego gusta contar a otros: Novela de ajedrez, de Stephan Zweig; dos navegaciones de Alvaro Mutis: La nieve del almirante y Ilona llega con la lluvia; La leyenda del santo bebedor de un alucinado Joseph Roth; una sobrevalorada penúltima novela de Vila-Matas: Aire de Dylan y la pequeña joya del minimalista Echenoz: 14.
Y vuelta atrás, me refiero a los autores que veneré y que no puedo evitar en los cruces de caminos: Antes del fin (otra vez) de Sabato y la sorprendente Corrección de pruebas en la alta Provenza, de Cortázar encerrado en su legendaria Volkswagen.
Y entretanto, lectura y relectura de Modiano: Barrio perdido, Reducción de condena, Flores de ruina, Perro de primavera, Un circo pasa. La dosis necesaria para volver a pisar el territorio vedado de un pasado entre desconocido, inquietante y lleno de la amargura de la pérdida o el extravío.
¿Más? Quizá... algo habré olvidado entre tanta página vibrante.
Pero ahora camino hacia otro lado...
lunes, 21 de abril de 2014
viernes, 18 de abril de 2014
Gabo no más
Acaba de llegarme por las invisibles vías electrónicas la noticia de la muerte de Gabo.
Y vuelvo a verlo como lo he visto siempre en mi cabeza: sentado ante esa pequeña mesa con su máquina de escribir y descalzo: una imagen casi espartana del escritor que no necesita absolutamente nada porque le sobra lo más importante: materiales de construcción del otro mundo, el mundo al que se accede al abrir con pasión las páginas de sus libros.
Hace muchos muchos años que abrí por primera vez Cien años de soledad y no lo cerré hasta llegar a la última línea: solo pude saborear el libro unos meses después cuando lo leí por segunda vez a ritmo algo más razonable o años más tarde, cuando volví a leerlo con cierta distancia.
Pero la primera lectura es la que permanece en mi memoria -o no sé muy bien dónde, pero hiriéndome y apoyándome al mismo tiempo. Como un huracán, como una voz que detiene el mundo y decide recomenzarlo de nuevo, como una pala que cava en la tierra para extraer secretos primarios y enterrar las raíces de incontables historias que brotarán sin freno.
Mientras Sabato era el escritor comprometido, el atormentado, el maldito, Gabo era el narrador inagotable, el creador de personajes inefables que se te meten en las fibras; mientras Donoso te dejaba claro su imponente dominio de un relato de largo aliento y múltiples encrucijadas, Gabo te sometía a un maratón de asombros; mientras Cortázar estimulaba la imaginación, denunciaba las injusticias y nos zamarreaba con la urgencia nocturna del jazz, Gabo inventaba el mundo y nos forzaba a aceptar un pacto de rendición incondicional a su capacidad para trastocar las técnicas narrativas en apenas una frase: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en la que su padre lo llevó a conocer el hielo..." ¿Es posible sugerir tanto con tan poco? ¿Es posible agarrar al lector por las entrañas y lanzarlo al futuro antes de comenzar, retorcer la arquitectura de un relato legendario desde el primer párrafo, la voz, los tiempos verbales? ¿Es posible mantener ese reto, esa capacidad de escupir fuego, ese pulso ante lo invisible, página tras página durante cien años?
Pues sí, lo es; lo fue. Y no creo que se repita muchas veces.
Y vuelvo a verlo como lo he visto siempre en mi cabeza: sentado ante esa pequeña mesa con su máquina de escribir y descalzo: una imagen casi espartana del escritor que no necesita absolutamente nada porque le sobra lo más importante: materiales de construcción del otro mundo, el mundo al que se accede al abrir con pasión las páginas de sus libros.
Hace muchos muchos años que abrí por primera vez Cien años de soledad y no lo cerré hasta llegar a la última línea: solo pude saborear el libro unos meses después cuando lo leí por segunda vez a ritmo algo más razonable o años más tarde, cuando volví a leerlo con cierta distancia.
Pero la primera lectura es la que permanece en mi memoria -o no sé muy bien dónde, pero hiriéndome y apoyándome al mismo tiempo. Como un huracán, como una voz que detiene el mundo y decide recomenzarlo de nuevo, como una pala que cava en la tierra para extraer secretos primarios y enterrar las raíces de incontables historias que brotarán sin freno.
Mientras Sabato era el escritor comprometido, el atormentado, el maldito, Gabo era el narrador inagotable, el creador de personajes inefables que se te meten en las fibras; mientras Donoso te dejaba claro su imponente dominio de un relato de largo aliento y múltiples encrucijadas, Gabo te sometía a un maratón de asombros; mientras Cortázar estimulaba la imaginación, denunciaba las injusticias y nos zamarreaba con la urgencia nocturna del jazz, Gabo inventaba el mundo y nos forzaba a aceptar un pacto de rendición incondicional a su capacidad para trastocar las técnicas narrativas en apenas una frase: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en la que su padre lo llevó a conocer el hielo..." ¿Es posible sugerir tanto con tan poco? ¿Es posible agarrar al lector por las entrañas y lanzarlo al futuro antes de comenzar, retorcer la arquitectura de un relato legendario desde el primer párrafo, la voz, los tiempos verbales? ¿Es posible mantener ese reto, esa capacidad de escupir fuego, ese pulso ante lo invisible, página tras página durante cien años?
Pues sí, lo es; lo fue. Y no creo que se repita muchas veces.
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