domingo, 3 de febrero de 2019

La novela de la pérdida

1 de enero, 2019

Vilas me obliga a pensar en mi propia Ordesa -que creo está dispersa en varios libros; algunos ya escritos, otros escribiéndose y otros por escribir.

Todos los escritores tienen su Ordesa: algunos la escriben y otros no; algunos la individualizan en un libro y otros no...

2 de enero

Vilas despierta en mí emociones latentes. Cada vez que habla de sus padres, para mí es como si mis hijos hablaran de mí. En ningún momento me veo en su pellejo hablando de mis padres: no es posible. En ninguna de sus poderosas frases, de sus frases arrasadoras sobre su relación con sus padres puedo identificarme con él. Recibo lo que el entrega...

No es el pasado lo que me remueve Vilas.

Es el futuro.


4 de enero

Yo nunca escribiré un libro como Ordesa.

Nunca escribiré sobre mis padres como lo ha hecho Vilas.

Vilas ha escrito la novela de la pérdida. No solo de sus pérdidas -el padre, la madre, la esposa, los hijos- sino de la pérdida como  un pozo que se abre a nuestros pies y nos engulle antes de que podamos reaccionar.

Y nos dejamos tragar -nos dejamos porque es nuestro destino: una pérdida tras otra hasta el momento en que nosotros mismos nos convertimos en la pérdida de alguien.

Hay un cierto parentesco entre Ordesa y Cámara Oscura. En el lenguaje, en la dirección de fotografía -si fuesen filmes- incluso en la música de fondo. La diferencia es que Cámara Oscura está llena de preguntas sin respuesta y Ordesa está llena de respuestas a esas preguntas que nadie se hace.

Nadie excepto los escritores.


6 de enero

Una vez más las reflexiones de Vilas me hieren.

¿Reflexiones? ¿Es esa la palabra? Yo, precisamente, sé muy bien que no, que no es esa la palabra. Lo sé porque esos breves capítulos son muy similares a esas notas que escribo cada día, cada mañana y cada tarde, cada café. Tienen la misma cadencia, el mismo ritmo, muchas veces impuesto pro el tamaño de la hoja.


8 de enero

No sé si Ordesa ha logrado cicatrizar las heridas de Vilas o al menos procurarle un breve bálsamo por esas profundas tajaduras que atraviesan la pared invisible que separa el alma de la escritura.

Espero que sí.

Con la fuerza que me da el haberme hermanado con él durante 387 páginas, el haberme acercado sin pudor durante once días, café tras café, a su sufrimiento sin medida, le deseo esa mínima paz que permite vivir.

Yo nunca escribiré una novela así. Lo sabía mientras avanzaba por sus páginas, lo supe en la primera página ya. Y ahora, tras otras 386 acaso con la certeza de lo que ya supe: yo nunca escribiré un libro como Ordesa. Lo sé yo, lo saben mis padres y lo sabe Vilas.

Hemos compartido once días de sentimientos encontrados, de sentimientos opuestos que conviven oponiéndose pero no en la misma dirección. Por eso Vilas es el narrador de Ordesa y yo no soy el narrador de Cámara Oscura ni de ese otro libro que comienza a vivir a través del Fonoautógrafo.

974310439... "márcalo ahora, márcalo si tienes valor y te contestarán todos los misterios inconmensurables: el tiempo y la nada, la ira roja de los peores huracanes celestiales, la ávida y blanca nada convertida en una mano negra".

Hice lo que Vilas ordenaba: marqué el número, el número maldito, el mismo que Vilas quiere llevar tatuado en su brazo, el número que marca una y otra vez esperando encontrar un vivo donde hay un muerto.

Marqué el número: 974310439.

Y efectivamente me contestaron todos los misterios inconmensurables: "el número que ha marcado" susurró una voz lejana sin inflexiones distinguibles, sin pasión pero no del todo indiferente, "no corresponde a ningún cliente" -que educada forma de decir que había encontrado al vivo donde hay un muerto, el vivo que me trasmite todos los misterios: "no corresponde a ningún..." 



sábado, 2 de febrero de 2019

Enterrad mi corazón en Wounded Knee y eso es todo

4-23 de diciembre

Comenzar esta historia épica me ha hecho sentir de nuevo el temblor de los libros excepcionales. ¿Será Alvaro Enrigue uno de esos escritores excepcionales? Está por ver. Aunque todo -las primeras páginas- lo anuncia con fuerza.

Se adivina que Enrigue tiene una deuda emocional con la Apachería, con el territorio y con la historia. No es de extrañar siendo mexicano y consciente de un pasado brutal -épico pero brutal.

Pero no escribe únicamente para saldar esa deuda -eso hubiese producido una novela menor, incluso un pobre alegato. Pero Enrigue no ha escrito una elegía reivindicativa, ni siquiera una reconstrucción histórica -que tan de moda están- con sabor épico.

Enrigue ha escrito una novela.

Compleja desde el punto de vista de la construcción, del montaje, medida al milímetro con cuidadosa paciencia para interrumpir y retornar, para trasladar el punto de vista zamarreando al lector entre peñascos quemados, diálogos lacerantes llenos de un humor que bordea lo siniestro, miradas que narran por sí mismas episodios casi grotescos, personajes construidos con pasión y un sentido particular del ritmo que convierte su novela sobre un mundo arrancado de cuajo a la historia en uno de esos libros que se quedan para siempre tras leer las últimas palabras.


Hay al menos tres miradas a diferentes distancias: la mirada desde lejos en el tiempo y en el espacio -desde Harlem primero y acercándose, pero al fin, la mirada de un mexicano; la mirada compartida en el tiempo pero distanciada desde el bando de los ojos blancos, conquistadores, educados, disciplinados en comparación con los pinches de ese nuevo territorio arrebatado a la Apachería y después arrebatado por los gringos; y la mirada cercana, a lomos de caballo o a pie, arrastrándose por el polvo, entreverada en los ojos aún infantiles de Gerónimo.

Las tres convergen en un punto, brillante bajo el sol, disputado durante décadas, latiendo en un pasado que se quedó a merced de los museos, las tumbas y las reservas: las montañas chiricahuas, un espacio libre y salvaje que se merecía otra historia.

Tres miradas entre el silencio, la crueldad, el calor, los designios de dioses en ambos bandos y la sonoridad polvorienta de lenguas sin posible comunicación.


23-31 de diciembre

Más de cuarenta años después comienzo aquel libro perdido que no llegué a comprar -¿por qué no?

Entretanto sigue ahí el impacto de la magnífica novela de Enrigue y sus magistrales descripciones, su perfecto encaje de piezas, su enorme capacidad para contar las cosas en perfecto desorden creando espectativas y resolviéndolas con fluidez y sin decepcionar nunca, conduciéndote como los apaches por lo más intrincado, por lo mas duro, por lo más bello de aquellos territorios de otro planeta.

Avanzo en la lectura de Enterrad mi corazón en Wounded Knee del mismo modo que los indios retrocedían ante el hombre blanco: a veces con valor, a veces con rebeldía y otras con esa enorme dignidad que finalmente les hizo desaparecer de colinas, montañas y praderas.

528 páginas dolorosas que narran con aparente frialdad que no es si no una contenida pasión, el inexorable exterminio de los habitantes libres de esos territorios sin nombre.

Estados Unidos nació, creció y se consolidó entre la sangre de estos seres del viento. No puede extrañar que ahora sean lo que son: opresión, destrucción y muerte -no son más que las señas de identidad de su origen y su expansión, la expansión del progreso que arrasa con la vida y quienes la representan.



Scherzhauserfeld y el desaliento

29 de noviembre

"La verdad no es en absoluto comunicable", escribe Bernhard. Y es verdad. Y por ello incomunicable, y por ello una frase enigmática que -como también diría Bernhard- se transforma en mentira en el mismo momento de escribirla -o quizá en el momento de leerla.

Quien quiere decir la verdad es el que escribe -el que lee no tiene porque tener siquiera intenciones cuando abre el libro y acepta tácitamente las mentiras como verdad.

Quien escribe es pues quien tiene intenciones. Pero escribir es construir verdades y por ello mismo faltar a la verdad -quizá por eso la afirmación de Bernhard.

Escribir es siempre construir ficciones. Toda escritura es ficción independientemente de la intención o la pretensión o el envoltorio con el que se entregue a los lectores -que en el fondo siempre saben que leen ficciones.

La pregunta, sin embargo, es: ¿Son las ficciones más verdaderas que los "hechos"?

La construcción única de las frases de Bernhard.

¿Cómo será leer a Bernhard en alemán? ¿Será la traducción un reflejo fiel de su peculiar escritura? ¿Desconcertará del mismo modo a un lector alemán?

"El sótano". Y después cuando uno abre el libro y pasa las páginas de cortesía... "un alejamiento".

Sugerente.

Conociendo -un poco, apenas nada pero tras la experiencia de Corrección, en fin, se atreve uno a usar el verbo- a Bernhard, ese alejamiento será profundo, será espiritual, tendrá un alcance insospechado, arrastrará turbias emociones, retorcerá a su vez el espíritu del lector...

"Mi existencia, durante toda mi vida, ha molestado siempre. Siempre he molestado y siempre he irritado. Todo lo que escribo, todo lo que hago, es molestia e irritación".

¡Menuda declaración! Menuda confesión -¿un alejamiento?

Bernhard tiene esa condición terrible de la inexorabilidad: dice lo que dice -escribe lo que escribe- y se detiene en el punto justo en el que el lector comienza a interrogarlo. Y no contesta. No confiesa -no cabe el interrogatorio.

Es un loco inasible -es un demente autocalificado. Asume su culpa -que es la falta ante la escritura. Bernhard reconoce su escritura. El alcohol te conduce a caminos despejados entre el bosque y te confunde y te cambia las rutas pre-establecidas.

No hay concesiones. No hay retornos: todo vuelve a suceder sin condiciones. La luz abre puertas y entrega paisajes sin condiciones.

2 de diciembre

Terminado El Sótano, interrumpida por ahora la escritura sobria de Bernhard con breves reflexiones sobre los comienzos, sobre el equilibrio comercio/canto... ¿Cómo acabó donde acabó? Veremos.

El aliento. Un texto que surge de las profundidades del recuerdo de la muerte cerniéndose sobre el narrador y que desde el principio ha perforado mis propios recuerdos para ponerme frente a una visión inquietante, la visión -por ahora fugaz- de un episodio casi olvidado de mi infancia, una visión gris, una visión enigmática, una visión dolorosa -o que yo he sabido en el momento de tenerla que correspondía a un suceso doloroso.

Una vez más, las palabras de Bernhard, las palabras del escritor narrador protagonista de esta biografía amarga, reviven mis propias palabras o imágenes o sonidos.

El sótano, los rituales del pequeño negocio de comestibles con sus cotidianas repeticiones me condujeron al almacén -yo hubiera podido titular así: El almacén, un lugar.

El sótano y las incesantes, mecánicas, intrascendentes operaciones de carga y descarga hubieran desvelado el paralelismo: hacia el lado opuesto.

Leed de vez en cuando a Bernhard...