domingo, 13 de agosto de 2023

Montevideo no invita a la lógica


Junto al café, el último libro de Vila-Matas: Montevideo. ¿Por qué hay ciudades que suenan a Vila-Matas? ¿Por qué siento ese abismo que provoca el universo Vila-Matas y que me atrapa desde sus imposturas, fingimientos, metaverdades, ficciones reales y falsas realidades? Una vez abres un libro suyo quedas fascinado por esos personajes que pueden ser y no ser el propio Vila-Matas, o por esos otros que pueden estar o no estar en la Wikipedia pero que cruzan sus novelas con aire de realidad, o al menos con un qué más da si existen o no y dónde y cuándo…




Imposible saber si uno ha leído ya o no el libro de Vila-Matas que tiene entre sus manos. El juego fenomenal de confusión en el que uno se adentra cuando decide leer a Vila-Matas hace empresa imposible distinguir una novela de otra, una impostura de otra, un laberinto de otro —o diferentes zonas dentro del mismo laberinto. Así que da igual si uno compra dos veces el mismo libro o se trata de dos libros diferentes. A esto añaden cierta inquietud las diferentes ediciones de un mismo libro, por no hablar de las entrevistas en las que Vila-Matas mezcla realidad y ficción hasta dejar estas palabras colgando del abismo del significado vacío.


Llevo cuatro días leyendo Montevideo con la extraña sensación de haberlo leído ya, cosa totalmente imposible por varias razones, entre ellas, que no había comprado este libro hasta el 20 de mayo, hace cuatro días. Pero entonces… y teniendo en cuenta que el asunto no se menciona en la contraportada del libro, ¿cómo he establecido la relación entre este libro, Cortázar, su cuento en el hotel y la habitación…?


Vuelvo atrás en las pocas decenas de páginas leídas y no hay ninguna mención del asunto. He pensado que quizá había leído una entrevista con Vila-Matas en la que explicaba la anécdota de Cortázar y su cuento La puerta condenada, del libro Final de juego. Pero tras mucho buscar en la red no he dado con esa entrevista, si es que existe.


He pensado que Vila-Matas podía haber contado la anécdota en su prólogo a los cuentos de Sergio Pitol publicados por Anagrama y que yo había adquirido en una de las pocas librerías de viejo que van quedando en Granada y leído muy recientemente: negativo; allí no hay nada que aluda a Montevideo, a los hoteles misteriosos ni al cuento de Cortazar. Y eso que era un lugar enormemente apropiado para ello.


Teniendo en cuenta que desde hace casi un año mi biblioteca está guardada en cajas de cartón almacenadas en un trastero, sigo leyendo Montevideo tratando de precisar si el texto me suena, si he leído antes la novela de Vila-Matas y la he comprado por segunda vez sin recordarlo…


Vuelvo al dejavú  con Vila-Matas: hoy es Macedonio Fernández y su Museo de la Novela de la Antigua. ¿Me lo había topado antes en otro lugar? ¿En otro libro de Vila-Matas? ¿O verdaderamente estoy leyendo Montevideo por segunda vez sin saberlo, sin recordarlo, o recordando retazos, detalles, sobre todo autores?


Atrapado en la sexta tendencia narrativa, esa que Vila-Matas confiesa no acertar a encontrar: la de los escritores que quieren abarcar no un todo, sino el todo, y se ven impelidos a luchar día tras día con la angustia que supone hacerlo sabiendo o sospechando que no se puede hacer pero tampoco se puede dejar de hacer.


Nada. No paro de buscar una solución al enigma y no hay forma: tendré que ir al trastero.


Sigo sin saber si ya había leído Montevideo y eso que he avanzado otro buen puñado de decenas de páginas. Creo que las alusiones que me resultan repetitivas podrían estar en otro libro de Vila-Matas. En alguno de los tres últimos que he leído: Mac y su contratiempo, Kessel no invita a la lógica y Esta bruma insensata. Así que decido hacer un listado sistemático que pueda facilitarme la búsqueda: Herzog, Calvino, Tabuchi, Hardwick y sus noches insomnes, Melville, Junger, Margaret Moore, Pla, Macedonio Fernández, Walter, Kafka, Joyce, Sterne, Bolaño… casi todos, como se ve, habituales de Vila-Matas. Pero Cortázar y su cuento no aparecen por ningún lado.


Ayer fui por fin al trastero y después de mucho esfuerzo, logré localizar la caja que ostenta la etiqueta Lit Esp V-M escrita con rotulador grueso azul. Estaba cerca del suelo con una pila de cajas por encima. Finalmente, con fuertes dolores de espalda logré extraerla y abrirla. Fui sacando apresuradamente los libros de Vila-Matas entremezclados con otros autores de la V pero también de la T, como Torrente Ballester. Allí parecía estar todo lo que recuerdo que tengo de Vila-Matas y no apareció por ninguna parte Montevideo, de modo que la opción de haberlo comprado dos veces era ya un callejón sin salida así que decidí llevarme los últimos libros que había leído de Vila-Matas para explorar otra de las posibilidades: que la anécdota de Cortazar —y quizá otras menciones que me sonaban repetidas— estuviese ya anunciada en alguno de esos libros. Así que puse en mi mochila el Kessel, el Mac y la bruma insensata. Y ya de paso decidí llevarme para releer Perder teorías —que parecía conectado de modo aún desconocido con lo que estaba sucediendo— y mi primer libro de Vila-Matas, El viaje vertical por el puro gusto de retornar.


Resulta que Raymond Roussel aparece mencionado en la bruma, motivo suficiente para que yo lo buscara en google y apareciera su libro Locus Solus. Esto deja zanjado uno de los dejavus de Montevideo y abre la puerta al resto…


Hoy he leído un párrafo clarificador y misterioso al mismo tiempo en la página 105 de Montevideo. Escribe Vila-Matas: “Pensé: de volver un día a escribir, mi libro trataría de un asunto invisible. El lector notaría que el asunto yo jamás lo perdía de vista, pero no me extendía sobre él, más bien lo daría por sobreentendido y por indescriptible, y ni lo nombraría, dejando que planeara sobre los lectores, que sobrevolara el núcleo duro del asunto, tan invisible, pero tan presente todo el rato, precisamente por indescriptible”.


Conforme avanzaba en estas palabras me hacía más consciente de que Vila-Matas las había escrito para quienes como yo se habían visto tan atrapados por la lectura de su última novela que parecían —parecíamos— haber perdido completamente el norte. Y esas palabras, por decirlo así, nos devolvían la cordura, un clavo al que agarrarnos: había un asunto invisible del que trataría su libro, invisible por indescriptible… y cuatro páginas después coloca en cursiva nada menos que estas palabras clarificadoramente cortazarianas: “tomó mi habitación”. Que la anécdota de Cortázar y la habitación inexistente tras la puerta condenada eran la clave de este nuevo libro de Vila-Matas ya no ofrecía dudas, pero todo ello no solucionaba el problema de partida: ¿dónde había leído yo esa anécdota de la mano de Vila-Matas? ¿Y dónde el resto de anécdotas que resonaban en mi cabeza: la novela de Macedonio Fernández o el libro Noches insomnes de Hardwick, dando por resuelta la última y menos significativa: Raymond Roussell y su libro Locus Solus, y descartando un puñado de autores tan recurrentes en los escritos de Vila-Matas que no cabía incluirlos en la liste misteriosa de Montevideo: Kafka, Tabuchi, Joyce, Walter. Bolaño, Stern…


Me sirven el café y abro el libro de Vila-Matas para leer estupefacto estas palabras: “Hay un cuento formidable de Julio Cortázar en el que el cuarto de al lado de una habitación de hotel juerga un papel fundamental. Es “La puerta condenada”, pertenece tanto al mundo de la ficción como al mundo real, y tiene como escenario la ciudad de Montevideo, en Uruguay”.


Estoy en la página 115, en el arranque de la tercera parte titulada precisamente Montevideo. Cierro el libro y miro por la ventana para comprobar que no estoy en un sueño deslucido y vuelvo a abrirlo para encontrarme con las mismas palabras. Para empezar queda claro por qué no encontraba la mención de Cortázar y su cuento: aún no había llegado a ella. Pero eso supone abandonarme sin protección al mundo cortazariano de la mano de Vila-Matas.


Llevo varios días buscando en Montevideo algo que aún no había leído pero que estaba convencido de haber leído… por segunda vez. Segunda lectura que no podía remitirme a una primera puesto que aún no se había producido. De los otros dejavus textuales —Macedonio Fernández, Raymond Roussel y Elizabeth Hardwick— ya tenía resuelto uno y probablemente podría resolver los otros dos si perseveraba en la búsqueda que me había propuesto revisando hoja por hoja las tres últimas novelas recuperadas del trastero. Pero el asunto Cortázar es radicalmente diferente: para empezar porque esa anécdota es central en la novela, pero además, y a diferencia de los otros tres casos, no he localizado la segunda aparición en las páginas que ya había leído, sino que, con evidente desafío de la lógica me lo acababa de encontrar en la página 115.




Avanzo por Montevideo, la tercera parte de la novela Montevideo mientras Vila-Matas va desgranando su investigación sobre ese cuarto quizá inexistente tras la puerta condenada del cuento de Cortázar y yo continúo investigando cómo me encontré con esa historia por primera vez y cómo sucedió que me convencí de haberla encontrado por segunda vez en una página aún no leída de su novela. Lo que parece fuera de toda duda —si es que efectivamente puede existir algo así— es que tanto Vila-Matas como yo estamos atrapados en un cuarto tomado, es decir, un cuarto aledaño a lo real en el que no me sorprendería encontrar también a Cortázar y, por qué no, a Bioy Casares.


Se cuenta, y lo cuenta el propio Bioy Casares que Cortázar y él escribieron casi casi el mismo cuento. Eran personalidades opuestas, lo que no impidió que a decir de ambos mantuvieran una intensa relación de amistad. Pero la amistad por sí misma no puede explicar que los dos escribieran el mismo cuento, o mejor dicho, que los dos se propusieran dar cuenta del fenómeno de las habitaciones situadas en los límites de la realidad, y lo hicieran mediante historias casi idénticas.


Anoche, mi búsqueda sistemática dio resultado otra vez: Raymond Roussel y su libro Locus Solus aparecen en el Kassel no invita a la lógica, y Macedonio Fernández en el Mac y su contratiempo.


Acompaño a Vila-Matas en su visita a los subterráneos del antiguo Hotel Cervantes, ahora llamado El Resplandor, como la película de Kubrick que transcurre en un hotel con una habitación misteriosa y terrorífica. La idea en principio es averiguar algo más sobre la habitación 104 aunque de momento lo único que el gerente nos dice es que no recuerda el paso de Cortázar por el hotel aunque sí el de otros huéspedes famosos que por cierto también se quejaron de ruidos inexplicables en habitaciones contiguas a las que ocupaban sin poder precisar si esta última era o no la 104.


Ayer, mi investigación en la red sobre los dos cuentos coincidentes y misteriosamente idénticos de Cortázar y Bioy, obtuvo como resultado una explicación bastante prosaica ya que lejos de haber sido escritos al mismo tiempo —que es la impresión que daban algunos al contarlo incluyendo al propio Bioy Casares— se escribieron con mucho tiempo entre ambos. Bioy escribió el suyo años después, de modo que la sombra del plagio planea sobre él.


Mientras Vilas-Matas se dejaba arrastrar por la fascinación de lo invisible, de lo inexistente quién sabe dónde y luchaba valientemente contra los Presuntos que querían a todas luces enloquecerlo o al menos confundirlo en torno a las andanzas de Cortázar en Montevideo, yo continué buscando entre líneas la explicación a tanto dislate intertextual temiendo acabar como el protagonista de la novelista de Melville mirando siempre una pared vacía. “Preferiría no acabar así”, me dije a mi mismo o a Vila-Matas que al fin y al cabo era quien decidía los destinos en las inmediaciones de este territorio cortazariano.


En la novela —concretamente al final de la tercera parte— Vila-Matas consigue adentrarse en la habitación 206 —de sus pesquisas en la gerencia pudo deducir que la habitación correcta no era la 104 sino la 205, de modo que la habitación condenada, sellada, olvidada o inexistente debía ser la 206. Tras desafiar la oscuridad, no puede evitar retroceder para tomar distancia siguiendo un consejo de su amiga Margaret Moore cuando, situado en el centro de la habitación se topa con una “robusta, inmensa, repugnante” araña de unos 15 centímetros con sus cuatro pares de patas.


Me estremezco en esa página 165 con el libro entre las manos y la tentación de cerrarlo de golpe y soltarlo en la mesa por miedo a que el “artrópodo repugnante” salte de entre sus páginas a mis manos.


Mi araña había hecho su repugnante aparición unos días antes de comprar Montevideo. Me había levantado de madrugada y caminado en medio de la oscuridad hasta el baño muy levemente iluminado por la lucecita blanca que pusimos en el único enchufe junto al lavabo. Mirando sin gafas en la semioscuridad abrí la tapa del water y enseguida, como afectada por m i gesto o por la levísima luz, apareció la araña, negra, de unos 15 centímetros con cuatro pares de patas negras que chapoteaban en el agua y en seguida, nerviosamente, volvió a sumergirse mientras yo daba un paso atrás, no tanto para tomar distancia, sino empujado por la monstruosidad.


Durante los días que siguieron, me pregunté una y otra vez si aquello había sido un sueño, una alucinación o un puro ejercicio de imaginación perturbadora que desde muy pequeños me hacía ver toda clase de criaturas extrañas en la oscuridad. Esperaba con tensión incontenible volver a ver la araña cada vez que iba al baño, pero al leer Montevideo comprendí que eso no sucedería, que la araña negra no volvería porque tras recorrer incontables alcantarillas y oscuras tuberías  subterráneas, había quedado encerrada por dentro en una habitación única perdida en un cuento de Cortázar.


Próximo al final de la novela, las palabras de Vila-Matas me han transportado a dos recuerdos de esos que dejan la estela tanto tiempo que puedes revisitarlos durante años. Y los dos están relacionados aunque de formas bien diferentes con Rimbaud a quien leí cuando yo tenía la misma edad que el poeta maldito cuando escribió sus versos llenos de pasión.


El más antiguo es el Pont des Arts donde Vila-Matas vio al propio Rimbaud cuando estaba en pleno ataque del Síndrome de los Virtuosos de la Suspensión, y yo vi una pareja de enamorados que se tapaba con un paraguas no por esconder sus besos sino por la lluvia que caía aquella noche sobre París, cuando recorrí parte de la orilla izquierda del Sena en pleno Síndrome de los afectados por la Sexta Casilla de Vila-Matas.


Es posible —lo pienso ahora con la ventaja de los años y de haber leído a Vila-Matas— que aquel joven tras el paraguas fuese Rimbaud buscando inspiración. O quizá no, quizá era una de las incontables parejas de amantes parisinos que buscaba refugio por miedo a quedarse encerrados en una habitación oscura del París de Cortázar.


El otro recuerdo es en realidad un fotomontaje que reúne dos imágenes, dos portadas de libro en realidad: la de Bartleby el escribiente en edición de Bruguera que encontré en Jerez en 1985, y la de Bartleby y compañía que compré años después, cuando ya me había dejado atrapar por el shandy barcelonés gracias al viaje vertical que me regaló mi mujer —que tenía por costumbre para mi solaz regalar no libros sino escritores.



Todo se conecta. Como si Cortázar lo hubiera planeado así. O mejor dicho, como si lo hubiese improvisado en clave Be bop. Qué horror: entrar en la escritura y comprobar que ya no puedes regresar. Escribir es entonces —como hubiera podido decir Kafka, o Cortázar hablando de Kafka, o Vila-Matas hablando de Cortázar hablando de Kafka, o Bartleby sin hablar de ninguno de ellos— la suma de los intentos de retorno… desde un punto del que no se puede regresar. De ahí que Rimbaud dejara de escribir tan joven y envejeciera solo en la imaginación de Le Clezio, o de Vila-Matas hablando de Le Clezio. 


Lo adictivo de sus libros —de Vila-Matas, no de Le Clezio— al menos desde Virtuosos de la Suspensión, es que puesto que nunca estás seguro de si lo que cuenta es realidad o ficción, por mucho que consultes la Wiki, termina creando una telaraña de personajes y sucesos ambiguos que pueblan la imaginación del que lee y relee y relee sin librarse de la sensación de atravesar una puerta, otra puerta, otra puerta… hasta cuándo… o hasta dónde…


Jesús García Blanca
Contacto: keffet@gmail.com