martes, 5 de enero de 2021

Que veinte meses no es nada (salvo medio centenar de libros)


Repasando las entradas de este blog acabo de hacerme consciente de que la última vez que hablé de mis lecturas literarias fue el 3 de febrero de 2019. Concretamente este post sobre Ordesa, de Manuel Vilas.
Eso supone 20 meses sin decir ni pío sobre lo que leo.




Y no porque no haya leído, sino debido a mi habitual pereza.
A ese "mañana lo haré" o "cuando pueda me pongo y echo la vista atrás"...
Pero a veces se pierden las impresiones que esas lecturas me produjeron.

Y ahora me encuentro, aquí en el cajón de mi mesa, un folio en el que he ido apuntando los libros leídos en esos meses:

Después de Ordesa empecé a buscar toda la prosa de Vilas.

No sé io en este orden, pero todo lo que pude encontrar lo devoré entre mayo y junio: España, Los inmortales, El luminoso regalo, Lou Reed era español, Alegría, Zeta y Setecientos millones de rinocerontes... una experiencia en el límite, Vilas.

Entretanto me alimenté de Vila-Matas (de a poquito) y se me cruzaron algunos libros menores:
El viajero más lento, de Vila-Matas
Días de Combate, de Paco Ignacio Taibo II
Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver, de Mario Bellatín
La muerte blanca, de Eugenia Rico

Algo más de Bellatín (entresacado sin orden de su Obra reunida:
Salón de belleza
Efecto invernadero
Canon perpétuo


Dos libros exiguos de una autora totalmente desconocida que no he vueto a encontrar:
Letra muerta y Voces, de Linda Le

Y un recorrido de largo alcance con casi todo lo de Erri de Luca:
El contrario de uno
Montedidio
Aquí no, ahora no
Historia de Irene
En el nombre de la madre
La natura expuesta
El camino del soldado
Tú, mío
El día antes de la felicidad


Después, no sé cómo ni por qué, un salto a Stanislav Lem: Congreso de Futurología
Y la tercera temporada de Twin Peaks me llevó a La Historia Secreta de Twin Peaks y a una entretenida novela bélica de Mark Frost: El segundo objetivo
Otro salto a la ciencia ficción postergada:
La isla de cemento, de Ballard
En la tierra sombría, de Philip K. Dick

La dama del viento sur, de Javier García Sánchez, de quien también logré llegar a la mitad exacta de su El mecanógrafo. Me llevé Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin a Friburgo y de regreso dos clásicos de la SF sesentera: Robert Silverberg (El libro de los cráneos) y Arthr C. Clarke (Cita con Rama).

Aquí se me cruzaron textos variopintos entresacados de mi biblioteca:
Retrato en sepia, de Isabel Allende; Madame Bovary, el Flaubert más Flaubert; La casa de los espíritus de Allende, el mítico y decepcionante  París era una fiesta, de Hemingway; un aperitivo de Murakami también decepcionante, After dark; y un rezagado de la SF: A la caída de la noche, de C. Clarke.

Y acabé con un sprint final de relectura de los grandes del boom: Márquez, Cortazar y Sabato:
Ojos de perro azul, el librito de entrañables ilustraciones Cortazar y los libros, más cuentos de Cortázar
la conferencia de Sabato en Oviedo en edición especial de la Universidad, y fragmentos de Abaddon y Rayuela.

Pasado un tiempo, y ya a las puertas del Año de la Falsa Pandemia, me leí 54, de los Wu Ming, comencé y no terminé El santuario inmortal, de Augusto Martínez Torres, y me despedí de la literatura con El consejo de Egipto, de Leonardo Sciascia y El cuaderno rojo, de Paul Auster.

Mi retorno tras once meses dedicados enteramente a investigar la falsa pandemia y escribir sobre ella se ha producido con El hacedor de silencio, de Antonio di Benedetto y El frío y Un niño, de Thomas Bernhardt.

Aquí dejo esta entrada atípica que poco dice de mis lecturas y que cierra una etapa.
Desde ahora prometo escribir sobre lo que lea.
Y lo primero será otro de los grandes libros de Cartarescu.