Ahondo con mi mirada en las aguas que siguen corriendo por el lecho profundo de los genios malditos.
Así termina el capitulo final de Cantos de Otoño, la lúgubre novela de Ruy Cámara sobre Isidore Ducasse. Un capitulo magistral, un cierre perfecto, complejo en la forma, en ese juego infernal de miradas, de perspectivas, en esa Voz que narra y se narra a sí misma, en la Mirada que salta aquí y allá para mostrar y para hacernos conscientes de que muestra.
Y lleno de melancolía y oscuridad en el fondo, en los últimos latidos de una historia amarga, intensa, maligna. La historia de quien concibió Los cantos de Maldoror que arrancan con esta advertencia:
Quiera el cielo que el lector animoso y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno; pues, a no ser que aplique a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual equivalente por lo menos a su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro impregnarán su alma, igual que el agua impregna el azúcar. No es aconsejable para todos leer las páginas que seguirán; solamente a algunos les será dado saborear sin riesgo este fruto amargo. Por lo tanto, alma tímida, antes de penetrar más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante.
Yo, naturalmente, desoí su recomendación, y ello a pesar de que casi me considero un alma tímida.
Cada cual que decida si la tiene o no presente.
No diré más.
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