miércoles, 28 de noviembre de 2018

El ala izquierda de la noche

9 de noviembre, 2018

Comenzar un libro de Cartarescu es cruzar un umbral hacia lo inquietante, hacia lo fabuloso, lo siniestro, lo desaforado; hacia tu propio interior desgarrado.



No tengo ni idea de cómo puede un no escritor leer a Mircea -qué le dice, qué le remueve, qué puede impulsarlo a seguir adelante.

Claro, ahora me doy cuenta de que yo nunca leí sin ser escritor -dejando a un lado los tebeos y aún eso lo dudo. No sé lo que se siente al leer sin escribir o sin pretender escribir o sin haber escrito lo que debías escribir o sin tener planeado escribir.

La intensidad de Cegador es comparable a la de Solenoide. Claro que como leemos en desorden -al menos todos los que hemos tenido la paciencia de esperar la traducción de Impedimenta- la cosa es justo al revés: Solenoide transcurre en la Bucarest alucinada, distorsionada, nocturna y onírica que Mircea creó en Cegador dos décadas antes.

Quizá la única Bucarest que es capaz de mostrar, la única en la que vivió, o en la que sobrevivió durante esa infancia y esa adolescencia tortuosas.



12 de noviembre

Como ya hacía en Solenoide, Mircea te hace creer que estás leyendo un libro sobre su infancia y su adolescencia y sus recuerdos en Bucarest.

Y caes en la trampa: abandonas toda defensa, te lanzas sin precaución sobre lo que crees -o haces como que crees a estas alturas- una inocente historia compuesta de recuerdos, de "hechos reales".

Y unas líneas más allá, el horror.

El oscuro ser sufriente que se esconde tras la sonrisa un poco forzada de Mircea surge de entre las tinieblas que él mismo compone y te desgarra de arriba abajo, de dentro afuera, durante cientos de páginas.

"Sarcopto".

¿Qué significa? Es una de esas palabras de Mircea. Una de esas extrañas palabras que conecta con el mundo de los insectos -¿por qué? No lo sé. Suena a caparazón crujiente, a existencia remota y frágil, a presencia inquietante un poco más allá de lo perceptible, como si evocara un mundo, no un submundo que reposa lejos de la percepción, esperando su momento para dejarse ver, para que la especie humana se haga consciente de su existencia discreta e inquietante.

18 de noviembre

He retomado Cegador.

Tras el paréntesis alocado de San Francisco, Bucarest parece aún más oscura, más siniestra, más dolorida por los bombardeos, más ensangrentada... Y también, más llena de literaturas, más empapada por la escritura de este ser sufriente que en nada se parece a Kerouac.

Otra vez el mundo subterráneo. El universo sabatiano que se esconde en las entrañas de Cartarescu, de Budapest, y con el que conecto de modo tan directo, tan simple, tan absurdamente cotidiano, como si esas cavernas, esos pasadizos, esos túneles, fueran alimento habitual de los tres -y de quién sabe cuántos más...

¿Por qué hipnotiza de ese modo la memoria de la infancia? Buscamos en el pasado, en un pasado remoto que a pesar de ello ha dejado una huella invisible pero sangrante, una huella que sjupura, que pica, que contrae, que trastorna los sentidos y provoca un temblor que te recorre la piel sin palabras.

20 de noviembre

Mircea ingresa en los mundos de HP.

No sé exactamente cómo lo ha hecho: cómo ha pasado de Bucarest a Nueva Orleans y sin apenas cambiar el tono, la construcción de las frases, la poética oscura de un texto que se convulsiona para estrujarte el alma, ha conseguido mutarse -como un insecto que penetrara por la nariz de un durmiente- en el pellejo de Lovecraft.

Y ahí estamos: el horror...

21 de noviembre

Para hablar de la escritura de Cartarescu hay que recuperar el impacto original de tantas palabras desgastadas por el uso comercial, palabras a las que se ha vaciado de significado. Cegador es de esos pocos libros -¡afortunadamente!- que lees con un enorme esfuerzo emocional, que lees en pequeñas dosis, con frecuentes interrupciones, a veces de pequeños párrafos al final de los que tienes que pararte, cerrar el libro, mirar el horizonte -es mucho mejor leerlo en espacios abiertos, lejos de los insectos- y preguntarte sin palabras: ¿qué he leído?

22 de noviembre

Cartarescu apabulla.

Te arrincona contra una pared fría hecha de escombros de tu pasado y te envuelve en una sopa de símbolos, en un vómito de recuerdos retorcidos, en una capa flexible y resistente de líquido amniótico fabricado en su cerebro que empapa el tuyo, que se cuela entre sinapsis y retuerce tus conexiones y las membranas y los líquidos desconocidos y el discurso sin signos de puntuación que penetra sin pausa.

Cosas como Cegador y Solenoide no se planifican.

23 de noviembre

Cuando lees a Cartarescu pierdes la noción de realidad. No sabes si estás asistiendo a una cruda, imposible, siniestra clase de anatomía impartida desde el interior de los personajes descuartizados, desollados, desmembrados... o si es tu incapacidad para conectar con una sensibilidad tan extrema lo que se traduce en una fantasía interminable, inabarcable.

Cómo es posible dejarse llevar, abandonarse -me refiero a la escritura, a Mircea y sus manos sobre el cuaderno- de ese modo tan... busco adjetivos en vano: luz cegadora, cegador, el ala izqwuierda, el hemisferio izquierdo del cerebro, de la existencia...



24 de noviembre

La mariposa es un híbrido de repugnancia y delicadeza, de belleza cuasi transparente y esa polvorienta desazón de anillos de gusano que se retuerce crujiendo y trasmitiendo una sórdida sensación de roce, de luz borrosa, de rastro pegajoso y vibrátil.

La mariposa es un ser de luz y al mismo tiempo un rastro oscuro de la noche.

Pocas cosas definen mejor la escritura de Cartarescu que esa portada con la mariposa inmóvil como capturada en el tiempo, como si quisiera confundir al lector mientras acerca las manos al libro para buscar la última página leída.

27 de noviembre

A pocas páginas del final de la primera parte de Cegador, siento aún esa explosión de literatura. Las huellas, los cardenales, las moraduras, la inflamación, incluso las heridas de ese brotar sin contención entre el delirio y la lucha por compartir memorias alucinadas, fragmentos de una infancia absolutamente improbable y terrible, indudablemente distorsionada por la imposibilidad de digerir experiencias, de comprender el mundo -¿qué mundo? ¿Qué es el mundo? ¿De qué mundo hablamos, escribimos, escapamos, escribiendo o elevando una plegaria en forma de novela?

28 de noviembre

Página 402. El último aliento es una teoría del Todo, una alegoría de la Creación, una elegía de un mundo que nos pertenece porque le pertenecemos, una épica de lo retorcido que hay bajo nuestra piel: órganos, células, moléculas, lepidópteros, redes que son telas de araña, líquidos que son principio y fin, un cóctel de líquido seminal y cerebro licuado, una baba de caracol que es hemisferio izquierdo de un cerebro que se retuerce y se exprime.


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